Morata, en la línea de toda su carrera, está dando un nivel por debajo de lo esperado. Y el aficionado que va al estadio, que paga, repito, paga la entrada, esperando ver un crack mundial, se siente estafado y le pita y le canta aquello de “qué malo eres”.
Imaginemos un circo que llega a la ciudad, entradas 100€ a cambio de ver el mayor espectáculo del mundo. Los tigres de Bengala, los trapecistas rusos y sus saltos mortales, los payasos malabaristas… La gente paga la entrada, llena las gradas y cuando comienza el espectáculo, resulta que los payasos ni tienen gracia, ni son malabaristas; los trapecistas están lesionados y no pueden saltar y los tigres de Bengala son gatos domésticos pintados a rayas… ¿Tendría el público derecho a abuchear aquello? ¿Tendría el público derecho a enfadarse y protestar, e incluso reclamar la devolución del dinero de la entrada?
El fútbol es un circo, oh, sorpresa. En la pista central y como principal atractivo están los jugadores, disputándose la pelota y tratando de marcar o de evitar que otros marquen goles. Alrededor del espectáculo están los entrenadores, los masajistas, los periodistas, las cámaras de televisión, las marcas… Y en la grada se encuentra el espectador. En la grada o en su casa, depende del modo y lugar de pago. Pero, y recordemos esto, todo el circo funciona y es rentable porque hay millones de personas, agrupadas bajo el denominador común de “espectadores”, que son las que ponen el dinero con el que los artistas circenses y todos los que trabajan alrededor, se ganan el pan de cada día. Si los espectadores no pagan, el fútbol, como profesión y espectáculo, muere. Y, con ello, pierden su puesto de trabajo los periodistas y todos los que viven del fútbol. No sólo los futbolistas.
Mi abuelo solía repetir una frase que explicaba con sencillez muchas de las cuestiones políticas de nuestro mundo, que a no pocos analistas les cuesta resolver. La frase en cuestión es: ‘Quien paga, manda’. Eso es así, y eso hemos aceptado en casi todos los supuestos. El que va a comprar el pan, como es el que paga, decide lo que le tiene que dar el panadero. Lo mismo el que va al restaurante. Igualmente, es el pasajero, con su dinero, el que decide a dónde le lleva el taxista. Nunca es el panadero, el camarero o el taxista el que obliga al cliente… El que paga, manda. Y si no recibe aquello por lo que pagó, protesta. Lo hacen todos. Lo hacemos todos. Incluso lo comentamos: ‘Mira que pedí esto y me dieron esto otro…’, a lo que nuestros contertulios responden con complicidad: ‘No me digas, qué sinvergüenzas…”.
Eso que hace todo el mundo en todos los lados, también se hace en el fútbol. Y no pasa nada… Bueno, sí pasa. Según con quién. Si se pita a algún jugador extranjero que no sea demasiado prolijo en las ruedas de prensa, pues no pasa nada. Si se pita a un jugador español, que tenga ciertas amistades en la prensa, ya el lío empieza a ser más gordo. Como ocurrió en su momento con Casillas: su porcentaje de paradas bajó del 80% al 60% y Mourinho le mandó al banquillo. Casillas era amigo de la prensa, Mou su enemigo. Por mí, perfecto. Cada cual que haga las amistades que crea conveniente y a mí Casillas y Mou me la traen floja a estas alturas de la película. Lo malo es que, en un ejercicio muy pueril y muy poco profesional, desde aquel día la prensa trató de vender que al intocable, al santo celestial Iker Casillas, el entrenador le tenía manía. Como cuando un profesor suspende a un niño mimado y sus padres van diciendo “es que el profesor le tiene manía”. Exactamente igual, pero peor. Porque Casillas no es hijo de ningún periodista (aunque sí fue esposo de una) y porque un periodista debe ser un profesional que se guía por datos e informaciones objetivas y no por sentimientos paternalistas.
Cuando Mourinho se fue del Madrid, Casillas recuperó la titularidad, tan ansiada por él como por sus amigos de la prensa. Pero el 60% de paradas nunca se convirtió en el 80% de antaño. Y la gente, que gracias a la ayuda de la prensa (y a la costumbre de ver a Iker pararlo casi todo en años anteriores), pagaba su entrada al Bernabéu esperando ver ese 80% que nunca le volvieron a dar. Es verdad que el público no hace estadísticas, pero sí notó que el que antes paraba balones imparables, ahora no paraba balones parables. Y ¿qué ocurrió? Pues lo que tenía que ocurrir: que el público se sintió estafado y, como se sintió estafado, pitó a Casillas. Y cuanto mayores eran los pitos, más enconada era la defensa que hacía cierto sector de la prensa de su amigo. Y, por supuesto, nunca se puso en la portada el porcentaje de paradas de este hombre, porque con ese dato sobre la mesa no había forma de defender al portero. Y la defensa enconada de Casillas por parte de sus amigos de la prensa no sólo no calmaban al aficionado que pagaba por ver un buen portero, sino que le hacían sentir doblemente estafado. Porque cuando descubres que te están dando gato por liebre, y el estafador insiste en que el gato es una liebre… No es que te convenza, es que te cabrea más. Por lo que los pitos y la tensión con el entonces capitán madridista fueron in crescendo.
El ruido en torno a la portería del Real Madrid llegó a convertirse en un torbellino que enrareció el ambiente del vestuario madridista y el de la selección española. La reacción del español no madridista fue la de siempre: “Los madridistas sois lo peor, no respetáis a vuestros mitos, qué vergüenza que pitéis a los vuestros…”, como si Casillas no fuera uno de los porteros mejor pagados del mundo, gracias al gasto del madridista medio. Hasta que Del Bosque llevó a su querido Iker al Mundial de Brasil en 2014 y éste se dedicó a figurar en los goles que nos marcaban Van Persie, Robben y compañía. Entonces los mismos aficionados que nos criticaban por pitar a Casillas, pasaron a criticarnos porque “Casillas ya no vale, pero va a la selección porque es del Madrid…”. Como siempre, la culpa era nuestra.
Aquello, evidentemente, acabó mal y con Casillas en el Oporto.
Hoy todo se repite. Pero cambiamos a Casillas por Morata y al Madrid por la Selección, el equipo de todos (dicen).
Cuando el aficionado madridista pita a uno de los suyos por no dar el nivel esperado, se le critica y se habla de que es la peor afición, porque un aficionado que pita a los suyos… ya sabemos la matraca. Nada que ver con las aficiones del Atlético de Madrid, del Sevilla o del Betis, las mejores de España. Las que nunca critican, siempre animan… Sí, también nos sabemos la matraca.
Pues resulta que a Morata le pitan los sevillanos, béticos y/o sevillistas, cuando juega en el Estadio de la Cartuja, que está en Sevilla, por si algún despistado todavía no se ha enterado. Pitan al Morata que renegó del Real Madrid cuando fichó por el Atlético. Su equipo de siempre. O eso dice él. O sea que aquí los madridistas no pintamos, ni pitamos, nada…
El principal problema de Morata no es que no marque goles. Los marca. Menos de lo esperado, pero de vez en cuando sus balones besan la red. El problema no es que no luche. El chico lucha. Se esfuerza…
El problema es que el futbolista Álvaro Morata es hijo de Alfonso Morata, alguien que fue un alto cargo en la Cadena Ser y en la COPE. Lo que viene siendo un pez gordo dentro del periodismo. Don Alfonso dejó muchos amigos en la prensa y estos amigos, por amiguismo, están generando pitos contra el hijo de Alfonso. Como en la historia que hemos contado sobre Casillas.
Los amigos de Alfonso inflaron a Álvaro cuando éste jugaba y apuntaba maneras en la cantera madridista. Cuando el chico debutó en el Bernabeu, los aficionados le aplaudieron a rabiar y corearon su nombre. Por aquel entonces arrasaba el Barça de los Messi, Iniesta, Xavi y compañía; mientras que la cantera del Madrid era un secarral. Así que cuando apareció un canterano que según la prensa iba a ser “el mejor delantero de Europa” (esto decían con total descaro los amigos de papá), el estadio se vino abajo. Por fin un canterano que haría sombra a la boyante Masía de aquellos años… Pero Morata nunca estuvo a la altura de los Lewandowski, Suárez, Kane… Ni siquiera se les acercó. La camiseta blanca le quedaba demasiado grande. Y, para colmo, ese mismo año subió al primer equipo un tal Jesé que sí apuntaba maneras de verdad y que con su fútbol hacía más que evidentes las limitaciones de Morata. Cierto es que Jesé se lesionó pronto y ahí se acabó lo que se daba. Pero Morata ya no colaba en el ojo del aficionado madridista.
El chico decepcionó tras dos temporadas en las que nunca llegó a ofrecer nada que hiciera pensar que sería un gran delantero. Pero la culpa era de los madridistas que no le trataban bien, o de Zidane que no le entendía, o de Florentino, tal vez, por esa manía que dicen que tiene a los que no ha fichado él mismo… Eso debieron pensar en la Juventus, que se lo llevó por una buena pasta. Allí hizo otras dos temporadas mediocres (15 y 12 goles respectivamente entre todas las competiciones), pero la prensa española celebró cada tanto como si Álvaro estuviera rompiendo los moldes en Italia.
De alguna manera esto influyó en que el Madrid lo recomprara. El chico hizo una buena temporada, con 20 goles entre todas las competiciones, formando parte de la famosa “unidad B” del Madrid del doblete (Liga y Champions) de la temporada 16/17. Pero una buena temporada no es una gran temporada, ni una temporada de crack y, además, por muy buena que fuera la “unidad B” de aquel año, no dejaba de ser el equipo de los suplentes. Aun así, el Madrid y la prensa del muchacho lograron despertar el interés del Chelsea, que lo fichó por un precio desorbitado (80 millones de euros, el jugador español más caro de la Historia)… Para decepcionarse con él y terminar vendiéndoselo al Atlético mucho más barato. El Atlético de Madrid, el club en el que Morata prometió amor además de goles.
Tras dos años en el Atlético ya no había amor entre Morata y el club. Y goles habían caído pocos. Como siempre, menos de lo esperado. Así que el Atlético lo cedió a la Juve, que andaba tan pelada de pasta como el Barça (recordemos el trueque Arthur – Pjanic), que prefería (y sigue prefiriendo) un Morata gratis, que un buen delantero pagando. Allí Morata volvió a cumplir su sueño, el de jugar en la Juve. Eso dice él, ahora.
Esta misma temporada, cuando Morata arrancó en racha y obtuvo un buen puñado de goles en los primeros dos meses de competición, todavía había algún amigo de papá que escribía artículos comparándolo con Lewandowski. El polaco ha acabado la temporada con 55 goles en 47 encuentros, con un promedio de 1,1 por encuentro. Morata ha hecho 20 en 44, a 0,45 por encuentro. La estadística lo dice todo. La vergüenza periodística de seguir comparando, diez años después, a Morata con los mejores delanteros del planeta. El tiempo en el que el muchacho no se ha ganado la condición de titularísimo en ninguno de los equipos en los que ha estado, ni siquiera en la Juve más ruinosa que yo recuerdo. Un 9 puro con un promedio de 0,34 goles por encuentro. La distancia estadística con Lewandowski, que en esos mismos 10 años ha hecho un promedio de 0,82 goles (2,4 veces más que el madrileño), evidencia la distancia que hay entre lo que dice la prensa que es Morata y lo que realmente es.
Y con todo esto en la mochila llegamos al momento actual, en el que Morata sale al campo, con la camiseta de la selección española, tiene una oportunidad clara, la falla… y llegan los pitos y las mofas. Y la prensa critica a los aficionados porque estos critican a Morata. Se puede leer en Marca: “El enemigo está dentro”, o “A ver quién me dice dos nueves españoles mejores que Morata”, en referencia a aquellos que silban o se mofan de Morata. A su sagrado Morata. Al hijo de su amigo. Por cierto, Aspas y Morales.
Lo lamentable de toda esta historia no es la carrera de Morata, por debajo de lo esperado pero por encima de la de la mayoría de chavales que se apuntan a un equipo de fútbol con el sueño de llegar a profesionales. Morata se ha ganado la vida jugando al fútbol y se la ha ganado bien. Ya me gustaría a mí haber tenido su carrera y no estar aquí escribiendo estas líneas. El chico es serio y esforzado… La culpa no es suya si no tiene el talento de una superestrella.
El problema es que la prensa lo sigue vendiendo como si fuera un crack. Y no lo es. Y cuando el espectador va a verlo… se siente estafado. Porque los payasos malabaristas no son payasos ni malabaristas, los trapecistas están lesionados y los tigres de Bengala son gatos pintados a rayas. Y el público abuchea. ¿Qué culpa tienen los pobres gatos? Ninguna, pero es que al público le ofrecieron tigres de Bengala. Y cuando el público abuchea, los periodistas cargan contra el público. Prensa podrida.